jueves, 22 de junio de 2017

Satanás y el mal

“El príncipe de oscuridad es un caballero.
Modo se llama, y también Mahu.”

Shakespeare
Amables lectoras, ¿a nadie le apasiona todavía, después de tantos años y tanta tinta la idea del mal? Y no me refiero a fechorías satánicas, cosas malditas que uno hace para ser más heavy metal, ni a la opresión de los pobres en las garras del poder ni a los trances violentos de un asesino-suicida en un mall de Estados Unidos; no: me refiero al mal, esa mancha de melanoma indeleble en la cara de Dios.

Y es que yo creo que nos seduce el hecho de que un concepto creado para darle sentido a la agonía metafísica se haya vuelto un lastre para el mismo sistema que lo ideó. Lo que nació como una ayuda para que el bien pareciera más bueno, más atractivo, se convirtió en la pieza mal puesta en el jenga raquítico de la ética. Y como Yahvéh se arrepintió, poco antes del Diluvio, de haber creado al hombre (ojo, no a la mujer), creo que el bien debe estar muy arrepentido de haber inventado el mal.

Les confieso algo obscuro: quisiera poder sentir el escalofrío rocanrolero que sintió el primer homínido que sintió un falso sentido de superioridad por haber subvertido un código moral. Es normal y comprensible sentirse avergonzado por romper las reglas; además, un castigo físico o psicológico ayuda a afirmar la propiedad de esa amargura, pero piénsenlo bien: debió haber una persona que rompió el tabú sólo por chingar, sólo por la singularidad o el entretenimiento. Envidio la novedad y repercusión de esa idea.

Al final, rechazar la causalidad y el beneficio de las acciones rectas y provechosas es la raíz del mal. Quiero imaginar un par de hombres sin nombre escondidos tras las ramas esperando el mejor momento para clavar las lanzas en un pingüe animal de las estepas prehistóricas. Quiero imaginar a uno de ellos lleno de la lujuria estúpida del crimen. Y quiero saber qué pensó al matar al hombre y no matar a la bestia. Quiero saber por qué no lo hizo por rencor ni por venganza hacia ese ser humano, sino por joder. Nomás por ser un don hijo de la puta. Estoy seguro de que en el fondo de esta escena algo equivalente a un solo de guitarra eléctrica distorsionada comenzó a sonar y a diluírse en el viento.

Ahí nació el Diablo, pero no nos dimos cuenta. Yo he buscado al Diablo en muchas partes porque es el tema de la tesis de doctorado que nunca voy a terminar. Las historias de las religiones me le hacen buscar en Asia, en Zoroastro, en pequeños micos enojados y blasfemos muy adentro de libros en sánscrito que jamás podré leer. Pero la Fuente Mala (como yo la llamo) está en otra parte. La mayoría de las cosas que valen la pena ocurrieron antes de que pudiéramos escribirlas. Las cosas más cool se nos fueron de las manos irremediablemente simplemente porque no existía el disco duro dónde guardar todos esos datos. Como dicen: tendríamos que haber estado allí para entender.

Vayamos, pues, a Cristo, que es más cercano a nosotros y sobre quien conocemos relativamente mucho ¿Qué era el mal para un profeta judío bendito del año 33 después de él mismo? No era, como lo define el diccionario, la ruptura de las normas, pues él mismo era la cancelación de las rancias leyes de Moisés. No era, como lo era para los romanos, un... no, olvídenlo, los romanos tenían un cánon metafísico desparpajado y deplorable. No era tampoco el ángel rebelde que los románticos entronarían como el non plus ultra de lo cool que es ahora Satanás.

Cristo tuvo el gusto de conocer algo que probablemente era el Diablo en el desierto, y esto fue posible porque sabía qué era el mal: un agente caótico, una semilla de podre dentro de todos nosotros que esquivaba causa y efecto. Sabía que era un bug en la programación de su Padre y él vino a vacunar el sistema, más o menos como Neo, personaje en el cual se basó el autor desconocido del manuscrito Q para redactar los evangelios. Todo esto (el manuscrito Q, Cristo, Matrix) está en Wikipedia, véase.

El Diablo palidece ante el mal. Roland Barthes decía que un mito revestía de inmortalidad un hecho histórico, pero en el caso del Diablo, el mito lo convierte en una vaga alegoría, una caricatura con cuernos. ¿Por qué demonios vale la pena hablar de él entonces? Me voy a justificar con la última frase al final de este textito.

Filósofos se han revolcado en el polvo, frustrados ante el prospecto de explicar a un Dios bueno que permite el mal. Y es que eso es el mal, la división por cero, el neutrino sin masa en un universo con masa, el Satanis punctum (el punto raro en el que la regla áurea se desvía unas cifras y arruina la armonía de phi), la nota marrón (en música, una nota musical que provoca vómitos y diarrea). Es una excepción fascinante en un mundo en el que las alas de las libélulas parecen diseñadas por una combinación de los dedos de Johan Sebastian Bach y la mente criminal de James Moriarty.

Por qué Dios permite que pasen cosas malas a personas buenas. ¿Por qué Job? Dios mismo se pone una máscara de mal en Job, capítulo 40: “Porque soy Dios, putos, y porque qué van a hacer. Porque soy Yahvéh, tu papi, y porque qué, ¿vas a ponerle un bozal a la Serpiente Marina y vas a pasearla por el parque?” Dios, greñudo, nos dice con el dedo erguido (muy probablemente su dedo medio) que porque sí. El mal es porque sí.

William Blake tenía un nombre para este Dios arbitrario y confundido que todavía muchos consideramos el Padre de todas las cosas. Lo llamaba Satanás.

miércoles, 11 de mayo de 2011

EL CLUB CHUFA: LA PRÉDICA EN EL DESIERTO

Este ensayo lo escribí en 2006; es una memoria del Club Chufa y una revaloración del mismo como un grupo de performance. Contiene algunas anécdotas casi olvidadas de aquellos años situados en el albor de la Internet.

"Κρητες άει ψευσται... (Los cretenses siempre mienten)."
Epiménides, el cretense


Hoy desperté, como ha sucedido con frecuencia últimamente, a las tres de la tarde. Acostado, tomé mi somnus liber: un cuaderno en el que anoto los sueños que tengo cada día con la ambición de algún día lograr las ventajas deíficas del sueño lúcido: Hoy apunté: “Omar y yo caminamos por unos complejos apartamentos casi subterráneos. En ellos vi chicas jóvenes en algo que parecía una fiesta de graduación. Yo celebré la situación diciendo festivamente: Oooh, yeah...! Underelves!

Sin salirme de mis sábanas busco con los ojos cerrados la cajetilla de Camels entre la ropa sucia, los libros y las latas vacías (de soda). Me pongo el cigarrillo en la boca. La noche anterior coloqué en un sitio web de arte una fotografía mía manipulada por computadora y la anuncié como una pintura al óleo.

He recibido comentarios favorabilísimos, y algunos me consideran un gran pintor. Por otro lado en algunos periódicos de Hermosillo, Sonora, México, anuncios clasificados ofrecen los servicios del detective privado y poeta Cruz Santiago. Yo me sonrío y me palpo la cruz de Santiago tatuada en la espalda.

En 1997 se puede decir que arrojé una moneda al aire para decidirme a estudiar Literatura y no Historia. Siempre me vi atraído a las decisiones atadas a los tigres de la ira y no por las correas tiradas por los caballos de la instrucción. La idea es de William Blake.

En 1998, por primera vez hubo una clase de composición en la cual semanalmente entregábamos un cuento, poema o fragmento de novela al profesor Jesús Antonio Villa, a quien vi morir de cáncer gradualmente: pocos días cerca de su muerte entré a su cubículo. Estaba delgadísimo y sereno, sentado en postura de loto en su oficina sin muebles, y me sonrió. De inmediato sacó de su abrigo una bolsa de plástico que contenía, al parecer, pasto. Comenzó a comérselo sin dejar de verme. Un semestre antes de nuestra clase con Villa el misterioso profesor alemán Völker S. Will nos dio, inocentemente, un fajo de copias del libro que habría de influir en mi vida más que cualquier otro: Ubu Roi, de Alfred Jarry.

En mi cuarto apenas he podido abrir los ojos y me doy cuenta que no he comido en más de 20 horas, pero el cigarrillo me arruina el apetito. Una amiga me pregunta en un correo electrónico si el cuadro al óleo es realmente un cuadro al óleo. Quienes me conocen desconfían en mí. Le contesto con una evasiva: “Ya veo que desconfías de mi. El Club Chufa me ha dado esa reputación.”

Recuerdo cuando comencé a mostrarle mis fotomanipulaciones a mi madre. Desde entonces siempre que le enseño una foto —cualquier foto— me mira a los ojos y sin hablar me pregunta si lo que ve es real o no.

La fotomanipulación como arte está mal enfocada desde el principio. Los creadores de estas obras se desviven por creaciones fantásticas e inverosímiles. Yo prefiero tomar la foto de un enorme edificio y dejar este intacto, pero le borro la cabeza a uno de los minúsculos transeúntes que pasan por allí.

Cuando comencé a leer Ubu Roi no podía creer que algo tan absurdo y cómico fuera tan viejo, anterior a las vanguardias, anterior al humor que yo había aprendido a amar en Monty Python y Saturday Night Live: en muchas formas era superior, porque era “culto y anticulto”, como diría Huidobro. En casa leí una escena de Ubu Roi en que la madre Ubú, durante una cena importante, arroja sobre la mesa “una escoba innominable”. Los invitados del padre Ubú comen los palillos de esa escoba y caen muertos, envenenados. Yo estaba fascinado. Mi cerebro estaba listo para El Club Chufa.


Un año después, de pie en medio de la plaza del cuartel militar del vigésimo octavo batallón en Hermosillo, Sonora, esperaba que el coronel me llamara. Habían pedido un voluntario de entre los mil miembros del servicio militar para escribir un discurso para el día del ejército. Yo levanté mi mano y grité a todo pulmón que era escritor. Esperé tres horas bajo el sol al coronel. Valdría la pena.

Ya en casa tomé un autobús a la Universidad y me sumí en la biblioteca. Salí de allí con una traducción al español de un discurso de Hitler sobre el ejército alemán. El día del ejército, frente a los altos rangos militares, todos mis compañeros del servicio y un pomposo presidium civil leí el discurso maquillado de fascismo haciendo una variedad de gestos hitlerianos. Recibí una ola avasalladora de aplausos. El Club Chufa había hecho su primer performance el 19 de febrero de 1998, y que me lleve el Diablo si sabía que había algo que se llama performance.

Originalmente el Club se formó con las ambiciones de convertirse en una corriente literaria de vanguardias. Éramos más jóvenes y más estúpidos y creíamos que podíamos formar de la nada un Sturm und Drang, un surrealismo, solo con nuestras voluntades. Faltarían muchos años de decepción y trabajo para convencernos de que lo que éramos en realidad, era un grupo creativo, para nada diferentes de un grupo de danza folclórica o de la casa de costureras de mi tía Mati.

Pero nosotros teníamos de nuestro lado el Parergon de Kant, el halo de Walter Benjamin, el genio de Bloom. Éramos unos cabrones artistas.

Durante el semestre invernal de 1998 en la escuela de Letras de la Universidad de Sonora algunos alumnos nos tomamos bastante en serio la idea de escribir. Sabíamos ya que nuestra licenciatura no formaba escritores, sino maestros de literatura que se morirían de cáncer, pero todos habíamos entrado a estudiar allí con la idea ingenua de ser el siguiente Cervantes.

El muchacho más alto de la clase, un sujeto algo asiático, llamado Fugo, se acercó a mí. Nunca antes me había hablado: “Escribes muy bien”, me dijo. Yo, jovialmente, iba a agradecerle, pero añadió de inmediato “por eso vas a ser mi enemigo por siempre. Te voy a destruir”. Días más tarde fundamos El Club Chufa.

Cuando creamos el Club el 27 de noviembre de 1998 creamos también el termino “artira”, arte y mentira, un arte que miente deliberadamente por la simple satisfacción de mentir. Inventamos la idea del plagio como valor primordial Chufa e instauramos al absurdo como nuestro rey. La trinidad mentira - absurdo - plagio no nos ha dejado desde entonces. Ya son ocho años de ese desvergonzado satanismo: Fugo escribió “El duro”, un cuento de dos páginas que robaba la trama íntegra de la película Road House (1989), protagonizada por Patrick Swayze. Yo publiqué en un periódico local un cuento con un epígrafe de casi quinientas palabras sacadas del Teetetes de Platón. El cuento era más corto que el epígrafe, pero el nombre en los créditos eran míos. Sentía que yo había escrito el Teetetes.

En 1999 nos hicimos un pequeño nombre patético como escritores de la región. Fuimos invitados a un “encuentro nacional de escritores” que se realiza anualmente en Hermosillo. Fugo, Luis Lope y yo fuimos a leer ante una audiencia pequeña y desinteresada. Hicimos nota principal en la sección cultural de dos periódicos como “jóvenes promesas sonorenses”. En ese momento nuestro enemigo tomó forma: lo regional, lo nacional, lo cálido y desértico, el trópico y lo tópico, lo costumbrista. No se parecía en nada a nuestra adorada, sexual, violenta, absurda vanguardia. Un año después en mi lectura en ese mismo evento (he sido invitado año con año) leí esto antes de mis poemas:
“No debemos quejarnos porque faltan espacios editoriales en Sonora. Está bien que no haya, porque nadie lee y además los sonorenses escribimos muy horrible y mereceríamos que nos metieran a todos en una licuadora gigante.”

La poca audacia en los actos de mis colegas Fugo Medina y Luis Lope (ellos la llamarían miedo al ridículo, cosa que según Lope no tengo) me orillaron a expandir el Club. En el año 2000 comencé la propaganda y el reclutamiento. Coseché a los primeros jóvenes Chufa en un curso de ciencia ficción preparado para el efecto por Fugo Medina.

Se acerca el fin de 2006 y han pasado tres meses desde que dejé el Club. Siempre he tenido mis proyectos, mis poemas, mis novelas, que no son “chufas”, que no son un engaño ni un performance, sino literatura en el sentido más rancio del término. Erasmo Donosso es ahora el responsable del Club y yo puedo sumirme en el retiro. Además, el Club Chufa me ha dejado una fama de mentiroso a los ojos de muchos. Mentiroso y peligroso y ahora tengo que pensar en que algún día tendré que buscar trabajo en Hermosillo y no quisiera que el caso Loperena saliera a relucir al momento de postularme para dar clases en una escuela.

El 29 de abril de 2004 una llamada de la periodista cultural Liliana Chávez (en ese tiempo mi pareja) me despertó. Tuve que procesar varias veces sus palabras porque nunca pensé escucharla diciendo algo como lo que dijo. Una garra negra deslizándose en las rutas de mi cerebro me ha preparado para cuando me llamen por la muerte de un ser querido o cuando mi hijo me llame desde la cárcel pidiéndome que pague su fianza. Pero nada me preparó para una noticia tan absurda y deliciosa:

“Carlos, te están buscando por el suicidio de alguien”.
“¿Quién me está buscando?”
“Los periódicos y la policía.”

En 2001 el único evento de notarse fue la publicación del TheClubChufaZine número cuatro. En una ceremonia con canapés y vino tinto presentamos tres publicaciones: una novela y un cómic míos y el ChufaZine. Fue el último que hicimos: la edición fue la más cuidada y tenía más páginas e ilustraciones que los números anteriores, pero nos aseguramos de que siguiera pareciendo un fanzine hecho a mano. En 1999 Fugo y yo diseñamos el primer ChufaZine basados en Existencia Zine, un fanzine punk subversivo que circulaba en la escuela de Letras de Hermosillo. La calidad de los primeros números era lamentable: eran fotocopias de diez hojas tamaño carta dobladas por la mitad, llenas de nuestros escritos impresos con una impresora de la vieja guardia y adornados de fotos recortadas y pegadas con lápiz adhesivo y dibujos.

Llevo meses sin contestarle sus mensajes a Fugo. Él quería hacer un nuevo ChufaZine por los viejos tiempos. Yo me digo que los blogs han matado al fanzine. Ideas que me hubiera tomado días en preparar, ilustrar y distribuir en una revista manufacturada con mi tiempo, dinero y esfuerzo las puedo publicar y presentar de una manera inmejorable en la Internet, y la audiencia es mucho mayor. Solamente la semana pasada 327 personas leyeron mi blog, mientras que el ChufaZine raramente tuvo un tiraje de cien ejemplares.

En 2003, el año en que me fui de México, el Club comenzó a crecer. Correos electrónicos masivos a exalumnos, amigos y estudiantes de Literatura comenzaron a ser mi contacto con el país que extrañaba en mis primeros meses en el extranjero. Pronto el Club que se componía de una media docena creció hasta llegar a veinte o más miembros y entusiastas. Mis correos electrónicos en masa tenían un tono voluntariamente majestuoso, pomposo y exagerado. Mi inspiración eran los peligrosos cultos que tras sí habían construido Tyler Durden y Alex DeLarge en los filmes Fight Club y A Clockwork Orange, respectivamente.

En noviembre de 2003 recibí una llamada que me comunicaba el suicidio de una amiga mía. La navidad de ese año, todavía turbado por esa muerte envié un correo electrónico a amigos, chufas y familiares con una confesión de amor por los míos y una declaración del miedo a la desaparición y al olvido. Ese mensaje tuvo consecuencias que no había previsto: por ofuscación mía había confeccionado un texto tanto confesional como amoroso, tanto militante como invocativo. Era en verdad una variación íntima de mis típicas llamadas a batalla para el Club. Muchas personas se conmovieron y se unieron al Club desde entonces.

Las vacaciones invernales volví a Hermosillo y no dudé: había que revivir el Club, así que conseguí una cámara de vídeo y convoqué a reunión. Íbamos a filmar una película, un mediometraje que se iba a llamar Pendejo.

Völker S. Will caminaba delante de nosotros con su bastón hecho de una misteriosa rama que los yaquis le habían dado. Murmuraba cosas en alemán de Bremen y nosotros debíamos aflojar el paso para no atropellarlo a veces. Era el año 1999; cuatro años después me acercaría a su rostro muerto en la funeraria y retrocedería, insultado, escandalizado, entristecido por ver los centenares de minúsculos gusanillos transparentes que salían de su cabello y se paseaban por su cara. Pero esa tarde seguía vivo y nos había invitado a comer para platicar de una escenificación de Ubu Roi que nosotros llevaríamos a cabo y que nunca hicimos.

Desde esa fase tan temprana en la historia del Club nos vimos enfrentados al primero de dos grandes problemas: la falta de apoyo institucional y el poco o nulo entusiasmo hacia un arte absurdo y sin referente.
Cuando el teatro del absurdo irrumpió en escena como anuncio de las vanguardias tenía la ventaja de ser algo nuevo y despertaba la curiosidad de los asistentes. Pero de cualquier manera no desapareció nunca la sensación de completud, la satisfacción que el ser humano experimenta al escuchar una historia con una trama consecutiva y terminante. Las historias absurdas son cómicas a veces, pero dejan el mal sabor de boca de lo incompleto, el arte absurdo comete violencia contra la noción mental de unidad y por eso es molesto. Nosotros queríamos molestar, excluir a los no iniciados y a convertir esa exclusión y esa ira en una obra de arte también. Queríamos ser la mierda de Piero Manzoni, pero sin comentario crítico, sólo con la molestia, con el escándalo y lo inusitado.

Así se hace un performance Chufa (tomemos por ejemplo el acto pospuesto “Desfile islámico 2006”):

Premisa: El 20 de noviembre de 2006 se celebrará, como todos los años, el desfile del día de la Revolución Mexicana en Hermosillo, Sonora. En el desfile participan escuelas, órganos del gobierno, soldados y asociaciones civiles.

El performance: consistirá en un acto de falsa subversión. El Club Chufa reclutará jóvenes de una preparatoria (un mínimo de 10 a 14). Ellos y un número significativo de miembros del Club Chufa desfilarán en silencio sosteniendo en sus manos pancartas, mantas y estandartes del Club Chufa. Todos vestirán de negro y llevarán bufanda. La parte medular del desfile Chufa será cuando se revele que las consignas y letreros Chufa tendrá un mensaje oculto: imágenes de Carlos Mal con turbante y letreros en árabe. Los letreros tendrán escritos versos amorosos del poeta Hafiz, pero la audiencia relacionará el elemento desfile con el elemento islámico con resultados inquietantes en sus mentes, como la idea de terrorismo, fanatismo y peligro.

1. El Club Chufa llamará a los organizadores del evento, en este caso al Instituto Sonorense del Deporte y la Juventud. Pedirá un espacio para el desfile, enviará por fax o en un dossier un currículo falso de las actividades del Club Chufa como grupo comunitario de teatro

2. Se elaborarán las mantas, letreros e imágenes para mostrar en el desfile. Todas tendrán un dispositivo para ocultar los mensajes islámicos: la manta tendrá doble hoja; por encima dirá “El Club Chufa, desde 1998” y por debajo tendrá el verso: بشنو ز من این نکته که برخیز و بیا, que dice, más o menos, “acércame tu boca como una copa de licor”.

3. Se procederá al desfile. Los jóvenes y Chufa deberán llegar al menos una hora antes del inicio del desfile. Todos los participantes serán advertidos sobre la naturaleza del evento, así que se preferirán jóvenes con una inquietud artística o un sentido del humor bastante desarrollado.

4. Miembros del Club Chufa tomarán vídeo y fotografías del evento. De ser necesario se enviarán estas fotos lo más pronto posible a los medios de información locales y se publicarán en la Internet.

Escribo esto y me pregunto: ¿recordarán el suicidio? Después de que Liliana me llamó para decirme que me buscaban, después del borborigmo de adrenalina que me escaló los nervios en mi cama al oír eso, me puse de inmediato en contacto con el Club. Y comencé a enredar más las cosas todavía. En esos días pensé que para eso había nacido, para confundir y para mentir. Lo irónico es que siempre había deseado ser profesor de literatura, y los profesores hacen lo contrario de mentir y confundir, según se dice.


[...]
¿Qué me ha llevado a llevar una vida llena de mentiras? Luis Lope, miembro fundador que siempre ha negado su afiliación con el Club me llamó, citando a Cristo, “padre de mentira” (Juan 8:44). Mientras escribo este texto temo que quien lo lea no crea la mitad del mismo. Cuando sea profesor de literatura en el futuro voltearé a la ventana del aula en la que dé mi clase y veré pegada al cristal la cara de Dan Sotelo, su cuello ensangrentado dejando una marca de sanguaza negra y roja en contacto con su piel abierta.

[...]
Fue 2004 el año que cambió, gracias a Dan Sotelo, las miras del Club Chufa. Descubrimos que no sólo con literatura podríamos sacudir conciencias. Entramos al mundo del performance. Además, nuestro carácter de rémoras nos permitiría subirnos en el easy ride de los estudios culturales, pues gracias a críticos con la mente abierta ya no seríamos un grupo de burgueses aburridos que hacían estupideces: seríamos artistas de performance. Seríamos estudiados como un caso especial de arte restringido por un entorno hostil a la vanguardia y al escándalo. Y nosotros no haríamos nada por desmentirlo, aún cuando estamos más cerca de ser un hato de locos.

Algo decepcionante de hacer happenings en un lugar bautizado por José Vasconcelos como “el lugar donde termina la cultura y comienza la carne asada” es la casi nula atención de la gran masa. Pero algo impresionante pasó una vez que me paseaba por las viejas aulas de la escuela de Letras de la Unison, hace apenas un año. Un grupo de mocosos estudiantes de primer semestre de Literatura me preguntaron si buscaba algo.

MOCOSO 1: ¿Busca algo, señor Pacheco?
YO (sorprendido): ¿Me conoces?
MOCOSO 1: Claro que lo conozco, señor Pacheco.
MOCOSA 2 (dándose la vuelta a verme desde su asiento): Aquí todos lo conocemos, señor Pacheco.
MOCOSO 3: Soy Club, soy Chufa...

Me sentí con ganas de salir a las escaleras de la entrada, sacar un cutter y abrirme el cuello, de pura felicidad.

El problema principal del Club es la búsqueda de legitimidad. Muchos de los esfuerzos actuales son para dejar una memoria (muchas veces falsa) del grupo como algo más grande y más importante de lo que fue. Se preparan antologías de literatura Chufa, se publicó la entrada “Club Chufa” en la versión española e inglesa de la Wikipedia y se ha escrito este ensayo con la esperanza de entrar en el corpus de los objetos de estudio crítico. En muchos sentidos estas líneas son también un performance que busca darle concreción a un movimiento casi fantasma.

Pero hay otros modos de crear la verdad del Club Chufa. Hace algunos meses platicaba en línea con una estudiante de Letras de la Unison. Ella me dijo:

“Me contaron una anécdota. Que en tiempos en los cuales ustedes eran estudiantes una vez los encontraron en un salón... supuestamente... dicen las malas lenguas que los chufas escogían a una mujer, no cualquier mujer, sino una inteligente, con ciertas características... y se encerraban los tres con unas así como capuchas... junto con la fulana... y que quién sabe qué cosas hacían...”

Jueves 16 de febrero de 2006.

En este momento planeo fabricar fotos en las que se insinúen estos actos sexuales para filtrarlas en la escuela de letras. Vale recalcar que este rumor no tiene fundamento en la realidad.

Cuando editamos Pendejo: Jackass Leve y lo presentamos en 2005 ante un público de sesenta personas decidí despedirme del Club. Muchos de los jóvenes que vieron la película se unieron al Club. Ninguno recordaba el suicidio de Loperena. Nadie nos vio manifestarnos por la muerte de Ronald Reagan. Además, personalmente, veía que mis escritos nunca se iban a publicar si mi atención estaba sólo en el Club Chufa. Meses después renuncié. Dejé en notas robustas instrucciones para el desfile del 20 de noviembre de 2006, pero no se realizó nada. Muchos son los que han dicho que el Club soy yo solamente. Que es el primogénito de mi virulento narcisismo. Y es cierto, pero yo no veo dónde está lo malo en ello. Hoy en día parece que el Club es una colección de proyectos truncos diseñados por mí solamente y seguidos por nadie. La policía (que detuvo nuestros perfomances dos veces), la falta de interés de la gran masa y la cultura rápida de la era informática nos ha hecho inoperantes.

Me maravilla pensar que en mi vida fumaré un número de cigarrillos y sólo uno de ellos, un solo paquetito de tabaco empapelado y en llamas, un solo dedecillo de la parca, sólo uno, será el que me dé cáncer. Cada que enciendo uno me digo “¿Serás tú, cabroncito?” Habrá que hacer algo mientras llega el tiempo de la retribución: habrá que volver al Club Chufa, tal vez. Ya me he retirado antes y he vuelto.

Mientras mato el cigarro en un cenicero repleto de horas considero volver y mil ideas me crecen en la cabeza como enredaderas enloquecidas. Voy a volver al Club: Soy club y soy chufa. Cuando me vine a Arizona a estudiar invité a algunos miembros del Club Chufa a un café. Allí ordené un pan dulce. Lo partí y lo di a mis colegas diciendo: “Tomen y coman, que he de volver en tres años y el Infierno vendrá conmigo”.

Tres años han pasado y el Infierno está conmigo, pero no como yo pensaba. Será tal vez hora de sacarlo a pasear, de sacarlo a menear su cola de escamas verdes, a que mueva sus miembros como un engranaje sísmico y que barra con sus fuegos absurdos las calles sucias y empolvadas de mi pueblo natal, el que tanto odio y tanto quiero.

Seré un mentiroso en las mentes de los demás, pero diré tan bien la mentira, y tantas veces, que será la verdad, y el Club Chufa será en las mentes nostálgicas de la memoria colectiva algo que nunca fue: algo innovador y genial, un verdadero movimiento de reformación cultural, un grupo organizado y original que cambió la faz del arte en el desierto. El primer grupo de performance en Sonora. Ya se han dado los primeros pasos. Ahora debo terminar este ensayo y esperar.

La paciencia es un oro oscuro.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Notas sobre el Himno Nacional Mexicano, parte 2 de 2


Usted puede leer la primera parte de este ensayo aquí.

En primer lugar, aun cuando la pareja ganadora de los concursos es, oficialmente, Bocanegra y Nunó, durante el mes de septiembre de 1854 el himno se “estrenó” en distintas ocasiones y con distintas versiones: el 11 de septiembre de 1854 el himno hizo su debut, pero, cosa curiosísima, Bocanegra cambió en su totalidad la letra del poema y lo convirtió en un adulador homenaje a Santa Anna. La música era aquella compuesta por Bottesini. Santa Anna, a fin de cuentas, no asistió a este evento.

El quince de septiembre se cantó por primera vez el Himno Nacional como lo conocemos hoy, es decir, con la letra de Bocanegra y la música de Nunó. Santa Anna no estuvo presente, pero la combinación fue un éxito.

El 24 y 27 de septiembre se cantó públicamente el himno de Bocanegra con música creada por el compositor mexicano Luis Barragán; esta vez Santa Anna está presente, pero el pueblo siente que esta versión no es la mejor. Bocanegra y Nunó resultan vencedores por concurso y por clamor público (Cid y Mulet 27-8).

Un año después, en 1855, el Plan de Ayutla arroja a Santa Anna del país para siempre; los liberales, la Reforma, y una serie de cambios radicales llegan por sorpresa a unos sorprendidos y temerosos Bocanegra y Nunó. Éste renuncia a su cargo. Bocanegra se oculta y deja en casa a su esposa e hijos, a quienes visita furtivamente en episodios de su vida que llegan a ser verdaderamente novelescos (idem 39-40). Benito Juárez, al llegar al poder, decide conservar el himno íntegro, incluso la estrofa:
Del guerrero inmortal de Zempoala
te defiende la espada terrible,
y sostiene su brazo invencible
tu sagrado pendón tricolor.
Él será del feliz mexicano
en la paz y en la guerra el caudillo,
porque él supo sus armas de brillo
circundar en los campos de honor.
Cabe notar que esta estrofa se refiere a Santa Anna, el caudillo de Zempoala. Juárez mismo, refiriéndose a las estrofas “políticamente incómodas” del Himno, dijo: “¡Ya el pueblo se encargará de suprimirlas, no cantándolas!”, cosa que, de hecho, ha ocurrido. Hubo un decreto oficial que en 1968 cambia la extensión de lo que debe ser cantado del Himno Nacional Mexicano: se eliminan las estrofas con referencia a Santa Anna e Iturbide y se conservan las estrofas más sencillas (para más detalles sobre los cambios paulatinos al himno, véase Nacional Anthems of the American Republics).

En las estrofas del Himno que reverencian a Agustín de Iturbide (considerado aún por los conservadores del siglo XIX como un gran héroe y un modelo a seguir) se nos confronta con las ideas contradictorias de Bocanegra, inscrito al Partido Liberal. Los versos que loan a Iturbide dicen lo siguiente:
Si a la lid contra hueste enemiga
nos convoca la trompa guerrera,
de Iturbide la sacra bandera,
mexicanos, valientes seguid.
Aun cuando Nunó dirigió un par de conciertos para los efímeros emperadores de México, Maximiliano y Carlota, no tardó en dejar el país; huyó a Cuba y poco después fijó su residencia en Buffalo, Nueva York.

Por su parte, González Bocanegra estaba sumamente ocupado en morir, cosa que sucedió tras las tétricas cortinas de la fiebre tifoidea el 11 de abril de 1861. El poeta tenía 37 años. Nunó regresaría a México en 1901, y aun tendría fuerzas para, antes de morir, componer la “Marcha heroica Porfirio Díaz”.

Hoy en día pocos ven el Himno Nacional como un poema. El último intento serio de verlo como un fenómeno literario criticable fue de Joaquín Antonio Peñalosa, y su acercamiento, rancio y romántico, está acompañado por la obra de Juan Cid y Mulet, quien escribió una melosa historia del Himno Nacional en su libro México en un Himno, y es, sin duda, espeluznante ver a Bocanegra y a Nunó convertidos en personajes literarios envueltos en la gramática latinizante y en las múltiples exclamaciones retóricas de este par de historiadores cursis.

Una explicación para estos acercamientos parciales e idílicos al Himno está en la fecha de publicación de ambos: 1954, precisamente a cien años del estreno del Himno Nacional; ambos libros son producto de un requisito oficial, y su auditorio ideal es México entero, no la élite analítica de los colegios de literatura.

Lázaro Cárdenas, en un mensaje escrito en la contraportada de México en un Himno, señala que “todos los mexicanos deberían tener este libro en su librero”, como una especie de compañía lógica de la Biblia, de la Constitución.

El Himno Nacional Mexicano está escrito en octavas italianas, estrofas de ocho versos decasílabos, una métrica que estaba en boga en esos tiempos para escribir poemas patrios. Bocanegra la utilizó en sus mejores poemas, en imitación de Espronceda y Quintana, de quien utilizó un trío de versos que serían el hoy desconocido epígrafe del himno:

“Volemos al combate, a la venganza y el que niegue a su pecho la esperanza hunda en el polvo la cobarde frente.”
(Versos que, como mencioné anteriormente, pertenecen a la silva “A España después de la revolución de marzo”, escrita por Quintana en 1808).

Este epígrafe pone el ejemplo de la naturaleza del Himno: no nos encontramos ante un epígrafe decorado ni triunfante, sino ante un terceto furibundo y determinado. Una de las mayores virtudes del poema de Bocanegra es que en una época en la que los románticos mataban la palabra con enfermizas adjetivaciones e imágenes rebuscadas, Bocanegra decide darle al poema un clima austero: los adjetivos son sustituidos por sustantivos fuertes, Peñalosa señala que “el brío metálico y la tranquila majestad del poema se deben, en mucho, a ese arraigo en las palabras esenciales, que son los sustantivos. Hasta los verbos desempeñan función de sustancia en vez de actividad.” (Peñalosa 25).

Así, la idea del vigor y la violencia se refuerzan con las figuras animalescas del caballo y del cañón: cambiar caballo por bridón resulta efectivísimo: el bridón es fiero, enorme y demoníaco; también el cañón ruge, es una bestia sonora que produce terremotos. Estamos ante un poema que hace desfilar una acción o un deseo, uno detrás del otro. Carece de descripciones naturales o demasiado sentimentales, apelando más a un instinto básico, a una rabia, un orgullo primigenio.

La imaginería de Bocanegra sigue una sensibilidad romántica en sus imágenes por el sincretismo del pasado clásico y la tradición católica y judeocristiana. Este sincretismo fue el que en el Renacimiento creó la imagen que hoy tenemos de los ángeles bíblicos. Y es el que hizo a Bocanegra imaginar una Patria ceñida del laurel pagano junto a los arcángeles y junto a Dios.

De esta manera la Patria de Bocanegra nos recuerda a la Libertad de Delacroix en su cuadro La Libertad guiando al pueblo y los laureles, olivos, sepulcros con cruces milagrosas, las encinas bajo la tormenta, los ríos de sangre, la patria como una madre, parecen recordar el catálogo completo de imágenes de los pintores románticos europeos.

Curiosamente, muchas veces se pasa por alto la verdadera naturaleza del himno: violenta, bélica, iracunda. El parcial Andrés Serra Rojas, en el prólogo del libro de Juan Cid y Mulet dice que “Nuestro Himno Nacional, aunque sus estrofas aludan a la guerra y sus notas sean marciales y vibrantes, es mensaje de paz, de concordia y de amor” (Cid y Mulet 8), ¡lo que es absolutamente falso!

Esto equivale a decir: “El himno Nacional es belicista, pero no lo es.” Sus estrofas no sólo aluden, sino llaman a la guerra a cada segundo, y sus notas son tan marciales y tan pensadas para excitar los ánimos guerreros como las de “Él quería ser soldado”, la marcha militar alemana que Nunó tomó prestada del alemán Kücken (véase la primera parte de este ensayito).

México tardó mucho tiempo para decidirse por su himno, pero la historia de la duda no terminó en 1854. Tenemos ahora algo muy curioso: un poema, un buen poema en las manos de la oficialidad, del gobierno: casi un oxímoron. Hemos visto que el discurso oficial ha intentado hacer del Himno algo que no es: un canto a la paz.

Han tratado de pasar por alto que Bocanegra y Nunó tuvieron unas musas inquietantemente erráticas, han querido mostrar, como siempre, sólo el lado bello, o por lo menos, el aceptable. Lo importante es que aunque ahora sepamos que Bocanegra era un adulador incurable y que Nunó le compuso una marcha al tradicionalmente nefasto Porfirio Díaz, aunque ahora sepamos que el poema de Bocanegra le debe más a Andrew Davis Bradburn que a su irritante novia, que sepamos que el Himno Nacional fue una creación turbia de tiempos turbios, no disminuye en el pueblo la rabia, la calidez, el orgullo que surge cuando suenan las notas que Nunó supo arreglar para que las palabras de Bocanegra sonaran como recién salidas del hocico de la tierra, de los mismos infiernos:

¡Guerra, guerra sin tregua al que intente de la patria manchar los blasones! ¡Guerra, guerra, los patrios pendones en las olas de sangre empapad...!

Y en una historia como la de México, donde glorias falsas y bellas sepultan verdades feas e incómodas, no podríamos sentir más orgullo, más alegría, más paz, al escuchar un himno único en su especie: un himno tan parecido a nosotros como pueblo.



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Obras consultadas

BAZANT, Jan. A Concise History of Mexico, from Hidalgo to Cárdenas 1805-1940, Nueva York, 1979.

CID y Mulet, Juan. México en un Himno, génesis e historia del Himno Nacional Mexicano, México, 1974.

CAMINANTE, Cobo. Historia de la música vernácula en Europa. Barcelona, Altea Editores, 1999.

GENERAL Secretariat of the Organization of American Status. Nacional Anthems of the American Republics, Washington, D.C., 1960.

MEYER, Michael C. y Beezley, William H., editores. The Oxford History of Mexico, Oxford, NY, 2000.

NETTL, Paul, National Anthems, Alexander Gode, traductor. New York, 1968.

PEÑALOSA, Joaquín Antonio. Entraña poética del Himno Nacional, México, 1955.





domingo, 15 de agosto de 2010

Satanás y el mal


Este, un texto traidor, aparece en el número 7 de la revista Shandy.

Amables lectoras, ¿no les apasiona todavía, después de tantos años y tanta tinta la idea del mal? Y no me refiero a fechorías satánicas, cosas malditas que uno hace para ser más heavy metal, ni a la opresión de los pobres en las garras del poder ni a los trances violentos de un asesino-suicida en un mall de Estados Unidos; no: me refiero al mal, esa mancha de melanoma indeleble en la cara de Dios.

Y es que yo creo que nos seduce el hecho de que un concepto creado para darle sentido a la agonía metafísica se haya vuelto un lastre para el mismo sistema que lo ideó. Lo que nació como una ayuda para que el bien pareciera más bueno, más atractivo, se convirtió en la pieza mal puesta en el jenga raquítico de la ética. Y como Yahvéh se arrepintió, poco antes del Diluvio, de haber creado al hombre (ojo, no a la mujer), creo que el bien debe estar muy arrepentido de haber inventado el mal.

Les confieso algo obscuro: quisiera poder sentir el escalofrío rocanrolero que sintió el primer homínido que sintió un falso sentido de superioridad por haber subvertido un código moral. Es normal y comprensible sentirse avergonzado por romper las reglas; además, un castigo físico o psicológico ayuda a afirmar la propiedad de esa amargura, pero piénsenlo bien: debió haber una persona que rompió el tabú sólo por chingar, sólo por la singularidad o el entretenimiento. Envidio la novedad y repercusión de esa idea.

Al final, rechazar la causalidad y el beneficio de las acciones rectas y provechosas es la raíz del mal. Quiero imaginar un par de hombres sin nombre escondidos tras las ramas esperando el mejor momento para clavar las lanzas en un pingüe animal de las estepas prehistóricas. Quiero imaginar a uno de ellos lleno de la lujuria estúpida del crimen. Y quiero saber qué pensó al matar al hombre y no matar a la bestia. Quiero saber por qué no lo hizo por rencor ni por venganza hacia ese ser humano, sino por joder. Nomás por ser un don hijo de la puta. Estoy seguro de que en el fondo de esta escena algo equivalente a un solo de guitarra eléctrica distorsionada comenzó a sonar y a diluirse en el viento.

Ahí nació el Diablo, pero no nos dimos cuenta. Yo he buscado al Diablo en muchas partes porque es el tema de la tesis de doctorado que nunca voy a terminar. Las historias de las religiones me le hacen buscar en Asia, en Zoroastro, en pequeños micos enojados y blasfemos muy adentro de libros en sánscrito que jamás podré leer. Pero la Fuente Mala (como yo la llamo) está en otra parte. La mayoría de las cosas que valen la pena ocurrieron antes de que pudiéramos escribirlas. Las cosas más cool se nos fueron de las manos irremediablemente simplemente porque no existía el disco duro dónde guardar todos esos datos. Como dicen: tendríamos que haber estado allí para entender.

Vayamos, pues, a Cristo, que es más cercano a nosotros y sobre quien conocemos relativamente mucho ¿Qué era el mal para un profeta judío bendito del año 33 después de él mismo? No era, como lo define el diccionario, la ruptura de las normas, pues él mismo era la cancelación de las rancias leyes de Moisés. No era, como lo era para los romanos, un... no, olvídenlo, los romanos tenían un canon metafísico desparpajado y deplorable. No era tampoco el ángel rebelde que los románticos entronarían como el non plus ultra de lo cool que es ahora Satanás.

Cristo tuvo el gusto de conocer algo que probablemente era el Diablo en el desierto, y esto fue posible porque sabía qué era el mal: un agente caótico, una semilla de podre dentro de todos nosotros que esquivaba causa y efecto. Sabía que era un bug en la programación de su Padre y él vino a vacunar el sistema, más o menos como Neo, personaje en el cual se basó el autor desconocido del manuscrito Q para redactar los evangelios. Todo esto (el manuscrito Q, Cristo, Matrix) está en Wikipedia, véase.

El Diablo palidece ante el mal. Roland Barthes decía que un mito revestía de inmortalidad un hecho histórico, pero en el caso del Diablo, el mito lo convierte en una vaga alegoría, una caricatura con cuernos. ¿Por qué demonios vale la pena hablar de él entonces? Me voy a justificar con la última frase al final de este textito.

Filósofos se han revolcado en el polvo, frustrados ante el prospecto de explicar a un Dios bueno que permite el mal. Y es que eso es el mal, la división por cero, el neutrino sin masa en un universo con masa, el Satanis punctum (el punto raro en el que la regla áurea se desvía unas cifras y arruina la armonía de phi), la nota marrón (en música, una nota musical que provoca vómitos y diarrea). Es una excepción fascinante en un mundo en el que las alas de las libélulas parecen diseñadas por una combinación de los dedos de Johan Sebastian Bach y la mente criminal de James Moriarty.

Por qué Dios permite que pasen cosas malas a personas buenas. ¿Por qué Job? Dios mismo se pone una máscara de mal en Job, capítulo 40: “Porque soy Dios, putos, y porque qué van a hacer. Porque soy Yahvéh, tu papi, y porque qué, ¿vas a ponerle un bozal a la Serpiente Marina y vas a pasearla por el parque?” Dios, greñudo, nos dice con el dedo erguido (muy probablemente su dedo medio) que porque sí. El mal es porque sí.

William Blake tenía un nombre para este Dios arbitrario y confundido que todavía muchos consideramos el Padre de todas las cosas. Lo llamaba Satanás.



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